miércoles, 9 de junio de 2010

El ver y el comer

El estudio de los rituales es uno de esos temas recurrentes en el análisis de la historia de la humanidad pero, a su vez, resulta uno de los más fugaces e infravalorados. Por una parte es comprensible: una película histórica difícilmente puede llegar a serlo plenamente puesto que, por una simple cuestión de comprensión, se adaptan comportamientos actuales a hechos pretéritos. Somos hijos de nuestro tiempo. Los procesos mentales de antaño que desembocarían en una rebelión en la antigua Roma difícilmente podrían plasmarse literaria, cinematográficamente exactos; sería fácil convertir al bueno de Espartaco en un tirano déspota de ese modo, y lo que queremos ver como una bella alegoría de la libertad, quedaría eclipsado por la razonable barbarie de aquel momento de la historia.

Del mismo modo, el cine se ha ido adaptando. Los rituales alrededor del cine han cambiado. Quizás un año de blog en dique seco no merecía que desembocara en tal perogrullada, pero es precisamente esta idea tan asentada lo que me lleva ahora a reflexionar sobre el momento en el que se abrió, o las causas del por qué lo hizo.

Aquí se habla de cine. El "y poco más" tampoco tiene mucho sentido: puro y duro cine, preferiblemente películas, pero algún dato que otro sobre el mundillo tampoco se escapa. Pero al igual que aquí se habla de cine, en muchísimos otros sitios se habla de cine; quizás llegue el momento de hablar del por qué se habla de cine, y marcar alguna nueva base propia para futuros análisis. En el momento que internet irrumpió en el sector no resultaba difícil preveer lo que se venía encima, aunque ha sido la imprevisibilidad la que ha marcado los cambios en los rituales del espectador: lo que en principio prometía una diversificación de opiniones y una sana individualización del factor crítico, a día de hoy ha desembocado en corrientes de opinión estipuladas. Blancos y negros. También la posibilidad de indagar en diversas fuentes (hasta entonces reservadas en hemerotecas, conferencias; largos paseos en definitiva) se ha institucionalizado de tal manera que un acto de investigación se convierte en algo instantáneo por medios que poco aguantarían el contraste con otras referencias. Tan solo hay que echar un vistazo a diversos blogs (algunos inmensamente populares) donde el repaso de la cartelera no pasa de ser elegías puras y duras o destrucciones sistemáticas hacia el film de turno adornándolo, eso sí, de cantidad de datos respecto a los profesionales involucrados e intentos de mantener una coherencia película-carrera de forma vanal. De esta forma se ha venido creando esas fuentes de opinión, que destruyen el concepto de opinión en tanto se tratan de elecciones cerradas sobre si al espectador le gusta o no le gusta tal película.

Esto es más viejo que el cagar sentado. De siempre el cine se ha bifurcado entre quienes extraen un mensaje de él, y entre quienes quieren disfrutar de un mero entretenimiento. Este último objetivo, injustamente pisoteado por quienes se consideran élite, se ha intentado maquillar vendiendo inconscientemente la idea de que tanto el que guste como el que no se tratan de un análisis concienzudo hacia la película, polarizando hacia alguno de los dos extremos el sentido crítico del espectador, imposibilitando un debate enriquecedor ante el prejuicio constante de estar situado en uno de los dos bandos. Cuesta encontrar foros de opinión donde el asunto no desemboque en algún tipo de trifulca sin sentido a causa de algo tan básico como que uno disfrute o no, cuando lo más lógico e interesante sería tensar el hilo por los mensajes que la película, al margen de una valoración instantánea y no reflexionada, ofrece. El último eslabón de la película, el espectador, se encuentra entonces en una encrucijada de la que no suele ser consciente: si darle forma a una opinión subyacente o bien unirse a una de esas corrientes, que a tenor por lo que se puede encontrar por la red, termina siendo más fácil y gratificante. Sin embargo, desarrollarse una opinión acerca de una película puede llegar a ser adentrarse en la niebla que ha ido bajando desde que la red se ha impuesto.

La accesibilidad es absoluta. El mainstream se respira, el independiente se toca, lo desconocido se puede llegar a agarrar estirando el brazo. Lo que antes podría ser una emocionante (y en la mayoría de las veces, frustrante) búsqueda de films ocultos por videoclubs o salas esquinadas en la capital, ahora es cuestión de un click. No desprecio el fenómeno: gracias a ello, he podido completar líneas de autores que me han dado una visión más interesante de ellos, incluso caer por casualidad en alguna película que me ha marcado de algún modo. El lado negativo reside en la saturación, en la inmensa cantidad de datos que nos llega y que nos puede obligar peligrosamente a ser selectivos en una suerte de división expeditiva con tal de acumular visionados. El espectador, el que disfruta del cine, puede caer en la desidia mental y obviar el análisis necesario para extraer todo el jugo de muchas de las películas que ve; incluso el fenómeno de ver una película antes de su estreno y comunicarlo al resto por diversas redes sociales termina condicionando al resto, creando una especie de conciencia global ya condicionada ante la cartelera que se avecina. He aquí una problemática: lo que podría ser una recomendación sin más va mutándose hacia un juicio de valor ligero, volátil, pero que con el debido adorno se adopta como tal; un juicio que imposibilita sacarle chicha a la película y que se vierte en el afán de las productoras por editar montajes extendidos en un intento de que alguna termine convirtiéndose en clásico. Difícilmente puede llegarse a tal estatus cuando no ha existido una reflexión honesta de fondo por parte del espectador, y la ligereza con la que obra maestra se usa para films que se olvidan a los pocos meses es una muestra de ello.

Otras demostraciones del carácter instantáneo y perecedero que ha tomado la industria en estos años puede traducirse en el alzamiento sistemático de películas intrascendentes, maniqueas y superficiales, que no pasarían de meros (y fabulosos) entretenimientos de no ser por el debate que crean alrededor de unos valores poco o nada desarrollados. No hablo simplemente de la action-movie ecologista, la épica fantástica pretendidamente humanista o el bélico farragoso; también el mal llamado cine independiente se ve envuelto en un halo de intelectualidad nacido de la simple exposición de unas ideas, pero que simplemente son eso: exposiciones. Ese espectador aletargado por el contínuo bombardeo de información asume como contracorriente lo que, precisamente, se trata de una de las claves de toda corriente. Es el negocio perfecto: considérate independiente, por eso mismo te lo envolvemos y te hacemos creer que se trata de eso. Indiferentemente de los millones invertidos o los temas tratados, un autor que así podría considerársele procura introducir algún tipo de sustancia en sus films al margen de todo lo externo; sin embargo resulta usual ver razonamientos basados en la producción, los estudios o la vida personal de los actores -!- para valorar o despreciar una producción. Al final, una película resulta siendo menos culpable de su aceptación por factores al margen que por sí misma.

En este panorama, surgen todo tipo de iniciativas a priori interesantes pero que, como ya he expuesto, cuentan con su propio reverso. Lejos de analizar el fenómeno de los fake trailers y otros juegos de metacine (que, sorprendetemente, se analizan como si de otras películas se trataran en foros y demás corrillos), sí poner en relieve la tendencia cada vez más extendida de sacar una producción adelante por medios al margen de los sistemas de financiación habituales. Tal y como explicaba sobre la irrupción de internet en el mundo del cine, la imprevisibilidad reina sobre cualquier lógica que pueda atribuirse al fenómeno. Sobre el papel resulta reconfortante. Producir una película entre los propios espectadores. Eliminar intermediarios ¿El poder para el pueblo? Quizás. Sin embargo, uno no puede dejar de sorprenderse por el éxtasis que puede provocar entre quienes lo apoyan la idea de una película que aún no existe, un producto que aún no se puede analizar ni valorar, pero que ya por el hecho de apoyarse en tal sistema cuenta con una especie de valor añadido como película. Valoro enormemente el trabajo y esfuerzo de quienes se buscan las habichuelas de tal modo y de quienes juegan limpio, sin cortapisas, dejando claro en qué consiste el tema; pero luego uno observa el frenesí que provoca una película no rodada y uno no sabe si asustarse. Por una parte los espectadores, en parte productores, pueden salir escaldados ante una película que no alcanzan sus objetivos; por la otra, los realizadores tendrían que atenerse a algún tipo de explicación totalmente innecesaria en tanto que la película ya existe y que, como tal, debe ser juzgada por uno mismo sin influencias pasadas, presentes o futuras. Porque de eso se trata, de una película. Los valores del trabajo hasta llegar a ella se quedan ahí. Evidentemente, esto no deja de ser una reflexión ante esa imprevisibilidad que tanto he remarcado a lo largo del texto.

Quizás alguien piense que quien suscribe esté desengañado sobre lo tiempos que vivimos como espectadores y lo que se nos viene encima. Es probable. Pero con todo se vuelve a hablar de cine, y con eso basta.