jueves, 17 de marzo de 2011

Cine Basura en Canal+ Xtra: "Veredicto Implacable"

Si alguno de por aquí considera un plan de viernes quedarse en casa ante la infame oferta del exterior, o bien tiene una vida social lo suficientemente anodina como para que no compense ni siquiera asomarse al descansillo, existe un plan que se viene repitiendo desde hace un tiempo: disfrutar de una sesión de absoluta purriela cinematográfica comentada in situ por los insignes Viruete, Paco Fox y un nuevo invitado, en este caso Pedro Temboury, realizador responsable de Kárate a Muerte en Torremolinos y Ellos Robaron la Picha de Hitler, películas de las que doy buena cuenta en un post anterior y, cuyo juicio, espero no me tengan muy en cuenta.

 Cine Basura (página de facebook del evento) nació con el ímpetu de abochornarnos ante auténticos subproductos merecederos del más absoluto escarnio, eso sí, con la sana capacidad de reírnos de ellos y de nosotros mismos por sentarnos a verlos. La cita es a las 22:45, viernes 18 de marzo, en tu receptor digital con el canal suscrito -claro que sí- o, como el resto de los mortales, en streaming desde este link. La nueva joya de la corona para esta semana es Veredicto Implacable (1987), que así dicho parece un thriller jodido noventero, aunque se trate de la incursión de Mariano Ozores en el mundo de las artes marciales con el por aquel entonces campeón mundial de kárate José Manuel Egea. Lo único que conozco de la misma es este maravilloso cartel que no me deja mucho claro: Comienza con el tagline "Primero fue Bruce Lee, luego Chuck Norris y ahora llega..." para luego darte una retahíla de nombres mal maquetados: ¿quién es su sucesor? ¿Carlos Cascales? ¿Jesús Puente? ¿No sería la puta hostia, ver a Jesús Puente repartir amor en formato gualla? Si la película resulta igual de coherente como el cartel de maquetado, desde luego que cuenten conmigo.

 Sin duda un plan alternativo y divertido al beber licor 43 con menta en cualquier guateque.

martes, 15 de marzo de 2011

Convivir con lo inevitable

La idea que uno se podía hacer respecto al hecho de que Clint Eastwood (en su inagotable afán en desarrollar su carrera con mayor celeridad) iba a enfrentarse a un thriller sobrenatural estaba más cercana a esperar un buen entretenimiento que una de sus muchas y contundentes obras cumbres; algo más cercano a algunos de sus entretenimientos de primera que al reflexivo estudio de la condición humana de, por ejemplo, Cartas desde Iwo Jima (2006). Claro que, igualmente, en el momento que se anunció otro thriller de secuestros con Angelina Jolie pocos se podrían imaginar algo tan redondo y perturbador como El Intercambio (2008). Si alguna conclusión se puede esperar de todo esto es que con Clint no tiene cabida cualquier tipo de expectativa o presunción.

Quizás por ello Más Allá de la Vida (2010) no deba resultar sorprendente, pero no puedo dejar de maravillarme de cómo un cineasta que podría haberse permitido el lujo de acomodarse en un estilo, recibir loas trasnochadas por ello y seguir pertenenciendo a la élite; cómo, en definitiva, un señor de ochenta años puede permitirse seguir ahondando en todo lo que toca con el ímpetu de un primerizo y la experiencia bien llevada de un humilde sabio. La historia de tres humanos marcados por la muerte consigue que discurra con total naturalidad, con la marca del dolor que hace imperativo el no frivolizar algo tan inmenso como la pérdida; no obstante, y a juzgar por varias entrevistas, el guionista Peter Morgan escribió el guión tras la desaparición de un ser querido, y con tal respeto trata Eastwood el libreto, dejando que discurra en base a su ya clásico estilo. Morgan se adentra en el tema desde las diferentes perspectivas de sus protagonistas y su relación con el más allá: el experimentado sensitivo en la piel de un contenido y campechano Matt Damon, cuyo don considera una maldición ante la imposibilidad de convivir con alguien que le provoca conocer los muertos de cualquier persona; una periodista francesa incansable interpretada por Cecile de France, cuya reciente experiencia cercana a la muerte la encauza en su afán de descubrir la verdad y, por último, el de un joven londinense cuya pérdida de su hermano gemelo le produce un ansia de respuestas ante el desamparo de la propia pérdida de su niñez. Tres visiones marcadas por un simple motivo: el simple hecho de buscar respuestas con las que poder vivir, bien sea distanciándose de ellas, estudiándolas o comprendiéndolas.

En este punto, Más Allá de la Vida vira bruscamente sobre otras películas del tema por asimilar lo paranormal, en clara alusión del hecho de que, sin muerte, no puede existir vida. La cotidianidad de las vidas de sus personajes (indisoluble al dolor que sienten por su condición, incomprensión o pérdida) marca todo el metraje, dejando bien claro que no existe nada atípico ni fantástico a lo que el espectador pueda agarrarse. Porque lo que consigue Morgan en su guión es la convergencia de muchas dudas nacidas del dolor y de lo inevitable, un alegato honesto para quienes deben pasar por tal trance sin ninguna contaminación religiosa o cultural; simplemente mostrar que las dudas, la búsqueda y el sufrimiento están ahí, y con ello valorar más la dignidad intrínseca a nuestras vidas cotidianas. Porque, al fin y al cabo, lo que Eastwood y Morgan (quizás más en unísono que en otras colaboraciones con otros guionistas) quieren decir es que lo que hay más allá de la vida es la propia vida, vida en continua circulación, y el final puede resultar bastante más esclarecedor que cualquier discurso de ínfulas catárticas que se crea poseedor del significado de la mortalidad.

Seguramente no se trate de una obra redonda, y la estructura de tres historias que convergen se precipite como si no quedara tiempo; sin embargo, resulta gratificante ver que la veteranía, carrera y edad no impiden a Clint seguir adentrándose como nadie en cualquier tipo de género o temática con la vitalidad de lo que tendría que ser un director novel. Y al igual que su última película puede ser una muestra en celuloide de la dignidad del ser mortal, Clint Eastwood no deja de representar en carne la dignidad del propio cine.

lunes, 7 de marzo de 2011

8 Muestra SyFy, día 4: Vampirizando géneros

Cuarta y última jornada, bien colocada en el calendario porque, hay que admitirlo, el cansancio de las sesiones maratonianas que uno se va tragando va haciendo mella. Caracterizando como vienen siendo caracterizados los domingos de la muestra, la afluencia de gente se reduce sensiblemente, lo que provoca un ambiente más respetuoso del que suele haber (y que podría ser bastante más, para qué negarlo). Cada vez tengo más claro que debería cambiarse un poco la promoción del evento, o buscar alguna explicación del por qué escenas de sexo o cualquier detalle mínimamente metafórico provocan risas y comentarios entre el público, que uno no sabe si se encuentra en los primeros días del destape, o en un modo de disfrutar del cine desconocido para mí.

Empezó la tarde con la reprogramación de la película no emitida el viernes, Tucker & Dale vs. Evil (Eli Craig, 2010), que aún solucionados los fallos que evitaron su proyección, la copia fue exhibida a un tamaño ínfimo respecto a la lona, y con la sutil falta de brillo de la que parecen acostumbrados buena parte de los asistentes. Quizás en otros films el detalle pesaría menos, pero teniendo en cuenta que gran parte del mérito de este film reside en haber sido rodado con una RED de 4k de resolución (he preguntado y sí: es mucho), el delito es mayor. Entre eso y las expectativas que se fueron rumiando desde el viernes, sumándole que terror y comedia juntos no suele tener buena salida en esta muestra, el debut de Eli Craig se destapa como un grandísimo entretenimiento que no se limita al simple acto paródico del slasher, si no que lo homenajea con sumo cariño como lo hizo Shaun of the Dead (Edgar Wright, 2004) con los zombis. Situando la atención sobre los supuestos futuros artífices de la matanza, la película desmonta muchos de los tópicos del género quizás con un humor más amable del esperado, pero más agradecido en cuanto el dúo protagonista demuestran un carisma y sensibilidad inusitados en la imagen que muchos otros films nos quieren vender respecto a los rednecks, y de lo que ayudan mucho ese rostro de humor puro llamado Alan Tudyk y el recurrente televisivo Tyler Labine. La estructura que adopta la película respecto a las muertes del grupo de universitarios aporta una visión más profunda de lo que pueda parecer sobre el futuro del slasher, ridiculizándolas hasta el extremo de hacernos ver que, con humor (y no necesariamente negro), el debate suele entrar mucho mejor. Quizás la única agradable sorpresa de la muestra desde mi más profundo desconocimiento.

Volviendo a lo que sería la programación inicial del domingo, Park Chan-wook consigue remover las entrañas con Thirst (2009), incursión de su visceral y hermoso estilo al terreno vampírico, donde se revela como una de las más interesantes aportaciones al género por las ramificaciones que toma. Tomando como punto de partida la historia de un cura que se expone a una intervención experimental en la que muere y resucita, el ambicioso realizador coreano modera (o ajusta) su visión para dar coherencia a una interesante mezcla de fantástico y costumbrismo, terreno donde se desarolla la que es, personalmente, una de las historias de amor más enfermizas y hermosas que jamás he disfrutado en una sala. Distendiéndose de lo que suele ser el amor vampírico y que suelen acabar con cierto hastío por parte del espectador, la relación de un cura cuyas implicaciones religiosas lo ponen en duelo ante su hambre de sangre y sexo (curiosa mezcla de conceptos que la película da por hecha desde un comienzo) y la de una mujer de clase media, subyugada por su cultura y su familia, cuyo única intención es liberarse de algún modo a través del infectado; esta relación, que bien podría haber sido tratada desde el morbo, Chan-Wook decide ahondar en ella en lo que es un auténtico duelo de convicciones y circunstancias, de instintos contra principios, llámese religión, llámese impulsos. Probablemente en la mejor secuencia del cine del coreano, en una especie de bautismo recíproco donde él y ella se funden, resida el resumen de muchas otras películas sobre vampiros que lo han intentando y no han podido. En definitiva, lo que el autor parece dar a entender sobre las relaciones de pareja resulta tan honesto y enfermizo, hermoso y a su vez descorazonador como el principal motivo que las impulsa. Amor, en definitiva.

Otra promesa del festival era Dream Home (Ho-Cheung Pang, 2010) film chino de cuyas referencias me había creado ciertas expectativas, pero que, como en la mayoría de los casos, las expectativas mejor guardadas una vez se sienta uno en la sala. Igual que en la anterior película congeniaban fabulosamente el trato de la vida hogareña y la excepcional historia vampírica, en la que nos ocupa no parece existir un punto intermedio entre el gore provocado por una mujer en un edificio de viviendas y la vida rutinaria y tranquila de la misma. Aborda con igual ansia ambas formas, colocando un muro bastante molesto entre ambas, y que no aporta cohesión a las justificaciones de la protagonista para ejercer tan abominables actos mientras se relata su vida en forma de flashback. Cuando uno se quiere dar cuenta, la clave que define al personaje llega demasiado tarde precisamente por comenzar tan pronto su matanza. Sin embargo, hay que admitir que existe una buena crítica social en la exposición de una clase media hongkonesa (que, admito, desconocía) en su lucha contra la salvaje recalificación inmobiliaria que arruinó las esperanzas de muchos habitantes de la isla, más aún cuando el traspaso de la soberanía de la misma al gobierno chino, pero que queda lastrada por esa subdivisión en géneros que hacen que parezca más antagónicos de lo que son.

Por último, y para dar carpetazo a una de las muestras más desbalanceadas y menos fantásticas que recuerdo, se contó con la producción de Eli Roth The Last Exorcism (Daniel Stamm, 2010), film que comparte formato pseudodocumental con otras producciones pero que, como otras muchas, termina olvidando el formato y se introduce de lleno en la narración clásica. Esta "conversión" habría resultado más efectiva si se hubiera optado por usar el formato como recurso, como puede ser en District 9 (Neill Blomkamp, 2009) o la teleserie Modern Family (2009), el director opta por un falso documental con cámara y sonidista incluidos como personajes, lo que resta credibilidad en ese último tramo. No obstante, el guión define muy bien el personaje del predicador exorcista timorato y carismático, cuya causa se ve pateada por la acción del propio diablo... pero, como me sucede con Cloverfield (Matt Reeves, 2008) hubiera preferido una narración convencional desde un comienzo antes que ver desaprovechado el contexto creado. Como detalle colateral a la proyección, The Last Exorcism hizo darme cuenta de que podría contar con dos dedos de la mano las películas sobre exorcismos que me han convencido lo largo de mi vida.

Una vez cerrada, en esta octava muestra ha quedado patente que existen aún grandes fallos por solucionar, pero que uno no sabe si mantener las esperanzas visto que, año tras año, se mantienen: proyecciones oscuras y en ocasiones mal encuadradas (¡y con proyector digital!), subtítulos que, en ocasiones, se pierden en la línea de tiempo... Son detalles que van restando credibilidad a una muestra que debería contar con mucho más peso ante la carencia de festivales de peso en la capital del país. Aparte queda una selección pobre en calidad aún con las honrosas excepciones, pero cuyo mayor problema reside en la falta del fantástico y de otros géneros: animación, cine infantil, ciencia ficción... Poca sci-fi para Syfy, maldita ironía. Sin embargo, espero que el recuerdo de las grandes obras asiáticas sea lo único que retenga a esperas de una novena edición, eso sí, mucho más cuidada.

domingo, 6 de marzo de 2011

8 Muestra SyFy, día 3: Influencias transcontinentales

A estas alturas de la muestra, sería bastante ingenuo pensar que se puede marcar una línea en la selección de películas, como si el hecho de que las escogidas fueran las que son por algún motivo más allá de englobarse de alguna manera en lo fantástico (aunque es evidente que no todas son así). Intentar buscar una correspondencia entre ellas no procede, pero no puedo dejar de pensar que la jornada de ayer dejó una clara muestra de que en Corea del Sur piensan más, y muy bien que piensan, en todos los temas escabrosos que gente como Dario Argento parece haber olvidado con el paso del tiempo. La brutal diferencia en el trato y mimo que se le dan a lo más bajos instintos del ser humano existente entre Jee-woon Kim y el director italiano deja patente que en Asia existe un filón inagotable, filón muy influenciado, pero de una inusitada limpieza en la mirada a la hora de asomarse al vacío.

Con ello comenzó la tercera jornada, con la última joya de Jee-woon Kim tras ese simpático paréntesis aventuresco que fue The Good, the Bad, the Weird (2008). Para quien disfruta de cualquier producto editado sobre la venganza y el repentino resurgir del género de vigilantes, I Saw the Devil marca un punto de inflexión con su trato descarnado, su capacidad empática con el sujeto a vengarse y con un elemento emotivo difícil de buscar en estas producciones. El director se permite el lujo de alternar la cacería entre un marido que tortura lentamente al asesino de su mujer, con la propia cacería del asesino con quien le está haciendo sufrir: no existe un arrepentimiento, un motivo que haga claudicar al asesino, y el espectador es capaz de entender su perseverancia no sin sentirse turbado por ello. Lo que I Saw the Devil pretende (y consigue) es buscar una respuesta en todos los actos del protagonista, intentar comprender que no existe crimen gratuito, y ahí reside el éxito del film: en la angustia de quien busca respuestas y cada vez se aleja más de ellas. Con ello consigue alejarse de los mensajes livianos de otras películas de vigilantes y, curiosamente, se alza junto a Vengeance (Johnnie To, 2009), también proyectada la muestra pasada, como las películas más reflexivas sobre el tema en los últimos años.

El terror francés en su vertiente torture porn se hubiera visto representado con Caged (Captifs) (Yann Golan, 2010)... de no ser porque pretende lo primero, y obvia totalmente lo segundo. Tras un comienzo prometedor y bien narrado cuya elipsis pasa de la causa de un trauma infantil a la misma niña que lo sufre años después en Yugoslavia, donde ejerce de médico junto dos compañeros. El secuestro de los mismos mete la película en una anodina muestra de terror esquematizado y planteado sin ningún tipo de aliciente, que se atreve a meterse en un tema muy espinoso sin nada que haga preocuparse por el devenir de los encerrados. Tirando de recursos sonoros se intenta introducir en el miedo de los personajes, que acaba deviniendo en otra muestra a rebufo de los más aburridos tópicos que van trayendo el horror galo.

Y llegó el momento Argento, del que sorprendentemente aún había gente en la sala esperando una muestra de su genio. Giallo venía arrastrando fama de ser una absoluta muestra de la decadencia (por no decir sepelio) del autor italiano, aunque por norma suelo olvidar todas esas implicaciones en cuanto aparecen los primeros títulos de crédito. El caso es que la confirmación de esa decadencia va avanzando desde el primer minuto sin descanso, en un ejercicio de absoluto desprecio por el guión donde reside la justficación del tedio que Adrien Brody demuestra durante toda la película, deseoso de salirse de la misma a las primeras de cambio. Su doble papel debería contar como doble negativo a la hora de ser escogido en futuros proyectos, y su participación como productor no hace otra cosa que hundir aún más su reputación. Da la sensación de estar viendo un mal capítulo de una mala serie española de policías, donde Emmanuel Seigner y Elsa Pataki son las malas actrices que hacen su primera participación, y donde el malvado psicópata está tan terriblemente esterotipado (¡y se masturba con hentai de Final Fantasy VII!) que, esta vez sí, el despropósito proyectado hace que resulte terriblemente divertido. Una de estas películas cuya decadencia y ponzoña resulta tan progresiva y creciente que uno no puede dejar de disfrutar de ella.

La solución después de tanto goce malsano podía haber venido con Hatchet II (Adam Green, 2010), continuación de aquel slasher que me hizo creer de nuevo en el género. Sin embargo, y aún plenamente disfrutable, Green decide tirar por una continuación directa de las andanzas de Victor Crowley, simplificando tras cuatro años de paréntesis lo que podría haber resultado una interesante continuación de la leyenda del pantano. No obstante resulta un divertido producto con momentos de ingenio, tales como el maravilloso diálogo inicial con el barquero (donde, en pocas palabras, desmonta gran parte de los preceptos del género) hasta las sucesivas muertes con total mano ligera de sangre. Por otra parte y ya de una forma más personal, destacar la increíble presencia de Tony Todd de nuevo en su papel de Reverendo Zombie. Actor fetiche en el fantástico, su porte, voz y su capacidad de inquietar sigue en pie hasta en los momentos más cómicos. Que sigan dándole más.

Ya por último, el broche final con una sesión de Trash entre amigos que, personalmente, no pude disfrutar por el abrazo de morfeo. Hoy domingo promete, aunque seguramente lamentaré algo tan descaradamente horrible y gozoso como lo que nos brindó Dario Argento ayer.

sábado, 5 de marzo de 2011

8 Muestra SyFy, día 2: Espadas para combatir el horror

Tras el día de ayer, servidor se está planteando si los errores perfectamente solventables que arrastra esta muestra resultan ser un defecto de carácter, chascarrillos simpáticos que perfilan la personalidad del evento, porque de otro modo sería incapaz de comprender cómo es posible que, año tras año, sigan existiendo proyecciones deficientes (peor aún, existiendo un proyector digital en la sala), fallos de sonido y películas sustituidas en último momento por fallos que, en teoría, se suelen comprobar bastante antes del comienzo de la proyección. Como tampoco es algo que me altere especialmente, en tanto todo esto me sale gratis (mal consuelo) y resulta un entretenimiento saludable en un lugar céntrico, sí resulta crispante al pensar en esa gente que se recorre varios centenares de kilómetros para encontrarse los mismos fallos tras otros todos los años.

Lo más probable es que esta disertación resultaría menos si no fuera porque, de las cuatro obras ayer exhibidas, tan sólo una consiguió salvar del hastío a buena parte de los presentes. Abrió la segunda jornada de la muestra Cherry Tree Lane (Paul Andrew Williams, 2010), otro ejemplo del clasismo que viene salpicando al terror británico y que, con absoluto efecto mimético, va avanzando a discursos peligrosamente simplistas. Plagada de recursos estilísticos a destiempo y de un ritmo excesivamente cortado por situaciones previsibles (y destrozado en su propio terreno por un final típico y precipitado), lo más inquietante del film resulta ser ese intento por mostrar a una clase media y acomoditicia como elemento desamparado per se, sin una motivación por explicar la situación más que su propia condición de gente de bien. El juicio al que somete Andrew Williams al grupo de asaltantes resulta sistemático desde el primer minuto, condicionando la película a un sector que puede que lea una señal de alarma ante la problemática de la inseguridad ciudadana, pero que, lamentablemente, no tendrán los elementos para plantearse el por qué de esa inseguridad.

Takashi Miike vuelve a la muestra tras los dos años pasados de la proyección de Like a Dragon (2007), aquella adaptación de la saga videojueguil Yakuza y que escondía bastante más interés de lo que podría resultar de un comienzo. En este caso nos brinda una muestra de su mejor talento (el reposado y el desatado) con Thirteen Assassins (2010), auténtica carta de amor al chambara y remake de una pseudodesconocida película de 1963. Tras años de sufrir reflexiones lentas y melancólicas del género, Miike toma la senda de la violencia que tan bien conoce para mostrar el ocaso del sistema militar del shogunato plagado de simbolismos: desde el amo sádico y déspota pero que no deja de ser un niño mimado inconsciente del propio daño que ejerce, hasta la relativización de la moral samurai a través de un personaje que resulta igual de eficiente matando, pero que reniega de cualquier sentido del honor. Desde un comienzo que puede resultar desconcertante para occidentalitas como nosotros (plagado de nombres, datos y política shogun) hasta el impresionante clímax final de lo menos una hora, lo que estamos viendo es una película tan fuerte y crepuscular como lo fue Grupo Salvaje (Sam Peckinpah, 1969).

Mientras el público esperaba disfrutar a continuación de lo que promete ser una divertida mezcla de géneros con Tucker & Dale vs. Evil (Eli Craig, 2010), la repentina destrucción de la cinta por motivos que, tengo que admitir, no me molesté en escuchar, provocó su sustitución por Salvage (Lawrence Gough, 2009), proyección directa de televisión a tenor de la carta de ajuste que iba apareciendo de vez en cuando (incluso en mitad de un clímax). Una madre en busca de su hija en un vecindario tomado por ¿un monstruo? ¿el ejército? ¿un amante? Muestra de absoluta incoherencia narrativa donde el espectador no sabe si está viendo un slasher, una película de militares o, simplemente, un ejemplo de tirar de tópicos del cine de horror para terminar haciendo eso mismo: un horror. El mayor consuelo es leer en los créditos que está producida por la BBC, lo que demuestra que en todos lados cuecen habas.

El último intento del día por destruir el buen recuerdo del film de Miike llegó con Shadow (Federico Zampaglione, 2009), otro terror fílmico sobre un pobre desgraciado que sale de una guerra para encontrar otra en los Alpes, donde intenta recluirse con su bicicleta. Desde el primer minuto se van tomando puntos de comienzo y no para hasta acabada la película, desconcertando por la absoluta incapacidad de llevar ideas inconexas ayudadas, eso sí, por una también inconexa capacidad visual para mantener la tensión. Otro producto que tira de listado de tópicos como si de un realizador novato pajillero se tratase, y cuya resolución final, debo admitir, resulta de lo más risible que he visto en una sala; un intento de querer cerrar el sindios en el que el director y sus guionistas se han metido, tirando por una senda que cualquier guionista con dos dedos de frente descarta de un comienzo.

Aún con todo, el recuerdo de esa gran obra llamada Thirteen Assassins consigue olvidar los horrores perpretados por nuevos cineastas que parece seguir una peligrosa máxima: no dejes que la coherencia destroce un bonito plano. Y hoy toca Argento. Deseadme suerte.

viernes, 4 de marzo de 2011

8 Muestra SyFy, día 1: Matt Damon sabe ponerse un sombrero

Hay que admitir que cada vez cuesta enfrentarse más a las adaptaciones de los textos de Philip K. Dick, probablemente por la saturación de las mismas o por el indebido trato que se le suele dispensar a la obra impresa. En todo caso parece ser que el filón resulta inagotable, y aunque no suelen resultar un valor seguro en taquilla -exceptuando Minority Report (Steven Spielberg, 2002) en los últimos años-, parece que tendremos que templar los prejuicios ante sus adaptaciones para largo.

The Adjustment Bureau (George Nolfi , 2011) parte de la vertiente del escritor en la que se plantea los recovecos del poder, de cómo siempre existe un elemento superior del que escapar requiere adentrarse en un juego esquizofrénico de realidades y apariencias... En teoría, puesto que el primerizo George Nolfi decide optar por una senda más convencional y delimitada, recurriendo a explicaciones un tanto peregrinas para justificar los límites del poder de los agentes (¿agua y sombreros?) y no ampliar el abanico de posibilidades que promete de un comienzo y que no termina por desarrollar. La absoluta omnipresencia que sugiere un grupo de gente dedicada a marcar el destino de la humanidad se queda corto ante tales limitaciones, lo que arrastra parte de la importancia del romance -en teoría- imposible o el libre albedrío del protagonista. La excesiva verbalización de la metafísica de taberna tampoco ayuda, quizás a la zaga de Inception (Christopher Nolan, 2010), aunque la complejidad de esta última requiere de ello; en definitiva, gran parte del problema de The Adjustment Bureau es intentar dar una suerte de mensaje filosófico-religioso-sentimental sin una base lo suficientemente sólida, excesivamente conservadora y, sobre todo, ingenua.

Más interesante resultan otras lecturas paralelas. Llegado a un punto de la película, uno no se quita la sensación de estar viendo una reflexión del oficio de guionista: Nolfi, coguionista de la última parte de la saga Bourne y absoluto escritor en esta, parece estar dando a entender -y esto es pura especulación propia- cierto desánimo en el acto de colaborar en un guión, sobre todo en la escena donde los agentes intentan parar a Norris modificando sus circunstancias y las de los que le rodean. El tira y afloja de los mismos con el protagonista no deja de ser una representación del ejercicio de escribir a cuatro -o seis- manos: si Inception resultaba un absoluto paralelismo del acto de hacer cine*, The Adjustment Bureau podría haberse convertido en una fabulosa proclama por el ejercicio del guionista y los avatares a los que se enfrenta, pero la excesiva complaciencia que demuestra en el libreto por darle un sentido lastra en buena manera todo ese discurso -lo que hace que aprecie más el salvaje giro de Adaptation (Spike Jonze, 2002)-.

En conclusión, parece ser que K. Dick sigue condenado a revisiones livianas de su obra. Porque si hay algo apreciable en ella es el sentido de humor subyacente, casi dañino; esa misantropía que demostraba un observador escasamente sociable y, por ello, tremendamente objetivo. La mayoría de sus adaptaciones resultan de una solemnidad casi ofensiva, un vuelco vacío de sus maravillosos conceptos para darle cierta forma a persecuciones y diálogos pretendidamente profundos. Una lástima ante una bibliografía repleta no sólo que buenas ideas, si no también de un modo de ver, comprender y lamentar la naturaleza humana con mucho ingenio y humor.

Si me preguntaran por una adaptación en la que realmente encuentre ese elemento, no dudaría por un segundo: Total Recall (Paul Verhoeven, 1990)

*Estupendamente comentado por Toshiro Kurosawa en su blog La Fortaleza Escondida

*Quizás el elemento más perturbador (y coherente con la película) de toda la proyección haya sido el dejar móviles y cámaras, el cacheo con detectores metálicos y los agentes de seguridad con gafas de visión nocturna paseando por los pasillos de la sala para detectar posibles grabaciones.

jueves, 3 de marzo de 2011

Comienza SyFy

Y Casaputas estará allí.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Serie Z patria: una cutreflexión.

(Artículo publicado originalmente en Welovecinema a 25 de febrero del 2010)

Hubo quienes aceptaron, hace bastantes años y en otras latitudes, que el cine podría nacer de una historia, una simple idea. Tomar de base lo escrito y ajustar un presupuesto, una producción para llevarla a cabo. Nacieron entonces los estudios, los productores, las compensaciones presupuestarias en pos de sacar adelante el producto y no terminar tragando polvo en el intento. Y, sin embargo, existía gente a rebufo, que no contaba con las ágiles firmas de los ejecutivos, y que podían aspirar, como mucho, a ser los consortes de otra producción mayor en algún autocine dejado de la mano de Dios. Entonces nacía la serie B. Luego llegarían sus señas de identidad, pero la base del movimiento (que si bien se consideraba un tránsito indigno para todo aspirante) sigue vigente: hacer un ejercicio de abstracción respecto al guión, considerar los límites económicos como un acicate creativo y, ante todo, no dejarse llevar por el estigma ignominioso –y falso- que arrastra el concepto.

La serie Z, en esencia, no necesita mucha más definición: tan sólo aceptar la Serie B como Serie A (sea lo que sea eso) haría de un realizador un creador de serie Z, aunque mucho más sujeto a la ojeriza de los que se molestan más en defender la dignidad de su criterio que en tenerlo. El espaldarazo definitivo nació de las inquietudes del dúo Kaufman-Herz, fundadores de la Troma, factoría de auténticos ejercicios de mal gusto y depravación pero, a su vez, de una visceral e intimidatoria libertad creativa. De sus macabramente divertidas películas, plagadas de todas las destrucciones del tabú que uno se podría imaginar (no faltan referencias al retraso mental, a la muerte gratuita, a provocar carcajada por las mayores desgracias), se podría encontrar todo lo que hace de la Serie Z lo que es: bajísimo presupuesto y una carencia absoluta de complejos a la hora de jugar con ello.

¿Desde cuándo podría considerarse Z lo que, a efectos prácticos, cuesta discernir de lo B? Ramón López Bello demostró que podía hacerse algo cachondo por las calles con Espiderman ya no vive aquí (1985), producción de culto entre los que frecuentábamos los fondos de Subterfuge, donde el concepto de parodia chanante tan de boga hoy se aplicaba a los superhéroes clásicos dentro del contexto de un Madrid de los ochenta. Los localismos, otro elemento que funciona realmente bien en la Z, forzosamente aplicado por no disponer de otro ante la carencia de producción.

El espíritu de la Troma tiene su mayor representante con la ya clásica La Matanza Caníbal de los Garrulos Lisérgicos (1993), del tristemente desaparecido Toñito Blanco y Ricardo Llovo, donde también se pueden sacar ciertos paralelismos a Bad Taste (1987) a la hora de usar ingeniosos tiros de cámara simulando grúas o travellings, cuando se carecían completamente de ellos. Con la participación de un Manuel Manquiña en estado de gracia, sus realizadores se dan el gusto de seguir con descaro los patrones de la Troma, incluso aplicando un doblaje sobre el sonido que sería la pesadilla de cualquier crítico bienintencionado.

¿Pero cómo ha repercutido el fenómeno en este país? ¿Existe un equivalente a la Troma ibérico, un punto de inflexión en el que se puedan reunir toda una caterva de realizadores con plena libertades? La respuesta es sencilla: no. Un no con sus reservas, pero no existe en la actualidad nadie en España que ejerza la influencia que Lloyd Kaufman ha dejado en EEUU en cuanto coger una cámara y dejarse las inhibiciones en casa. Si bien la larga influencia de Jess Franco ha provocado una gran cantidad de Films bajo su ala (y la mayoría, como Kaufman, con él presente) no podría considerarse tanto como Z por el afán elogioso-homenaje de la mayoría de ellas. Ejemplo tenemos con las obras de Pedro Tombury: Karate a Muerte en Torremolinos (2003) y Ellos robaron la picha de Hitler (2006), simpáticos ejemplos de economizar en pos de la historia, pero que lamentablemente fallan en tanto que esa misma historia está viciada por el simplismo del homenaje barato. La superficie de la Serie B rascada, la consideración de que lo que hace una buena producción cutre es ser cutre desde lo escrito, lastran ambas películas hasta dejarlas como burdos homenajes de los elementos que la misma Serie B gustaba de bordear. Porque básicamente, una película mala es un juicio: hacer intencionadamente una película mala, una insensatez. Tanto el revival de la sci-fi, lo vintage y la recuperación de los conceptos clásicos de la misma han llevado a pensar que cualquier homenaje, por el simple hecho de serlo, ya adquiere una validez perpetua de cara al público. Que lo cutre, lo malo a propósito, tendrá algún tipo de aceptación solo por serlo.

Aún con todo, se pueden encontrar en la actualidad ejemplos de auténtica motivación por sacar algo a delante: La Furia de McKenzie (2005, P. Campano, F. Caña y J.L. Reinoso): con una producción de dos mil euros, sus realizadores consiguen que el resultado evoque el espíritu de la Z sin ningún complejo a la hora de mostrar con orgullo sus carencias, usarlas con ingenio para que luzcan estupendamente y permitirse el lujo de hasta homenajear a Peckinpah en todo el contexto. Un buen ejemplo de libertad creativa que crece a través de los límites económicos e incluso de crítica. Igualmente, nombres como Ricardo Ribelles y su excesiva y mimada El Barón contra los Demonios (2007), una locura barroca, salvaje, barata; en definitiva, un Z de ley, donde tardaría más de diez años para acabarla repleta de desmadres evocando a Corben, Frazzeta o Peter Jackson. Un sindios que choca con otras propuestas como Fernando Project (Naxo Friol, 2001), retrato costumbrista con cierta mentalidad outsider, donde la carencia alimenta el entusiasmo de todos y cada unos de los integrantes de la producción.

En definitiva, no se podría afirmar al 100% que la Z sea una constante en el cine español: sin embargo, diversas iniciativas como la que viene haciendo el festival Peor Imposible en Gijón o la Semana Internacional de Cine Fantástico y de Terror de Estepona, donde si bien no se dedican de pleno a ello, sí se molestan en otorgar un pequeño espacio a gente de pocos recursos y muchas ganas de aprovecharlos. A quien suscribe le encantaría pensar que la proliferación de lo digital abrirá aún más el campo, sin aspirar a más que narrar historias y no considerar denigrante el hecho de hacerlo sin usarlo de tránsito a aspiraciones mayores: en ese sentido, la aparición de Javi Camino con la ayuda de… ¡su madre! (ya de por sí es Z el concepto) en el panorama cinematográfico resulta reconfortante; descubrir que, a pesar de las loables iniciativas para cambiar el sistema, se puede trabajar al margen de él si se presciden de innecesarias inhibiciones. La Z no es una moda, no es un movimiento: la Z es una filosofía de hacer las cosas (el propio Lars Von Trier admitió basarse en la Troma para su participación en el Manifiesto Dogma) que no acepta mercadotecnias o corrientes a la que atarse. Y quizás ese sea el problema para que no prospere como concepto por aquí más allá de que se venda bien.

Y ahí está el asunto… ¿cómo vender lo que, de base, no quiere ser vendido?

martes, 15 de febrero de 2011

VIII Muestra SyFy de Cine Fantástico

Aún a falta, por otro año más, de un festival del fantástico en condiciones en la capital de España (que se dice pronto), Universal vuelve a traernos la Muestra de Cine Fantástico en su octava edición, segunda con el nombre adoptado del canal disponible en diversas plataformas. Quizás lo más destacable de este año sea la presencia de las últimas aportaciones de Takashi Miike y Park Chan-wook, aún inéditas por aquí. Lo más criticable, probablemente la saturación del terror en la parrilla, que pone aún más en relieve la ausencia de otros géneros presentes el año pasado como la ciencia ficción o la animación.


Al igual que todos los años, la muestra se abre un jueves con una producción aún no estrenada y con mayores perspectivas comerciales que el resto. En este caso se trata de Destino Oculto (The Adjustement Bureau), una nueva adaptación de Philip K. Dick que, a tenor del trailer, vuelve a englobar la ya de por sí dilatada lista de "películas sobre K. Dick con poco de él y muchas, muchas carreras". Dirigida por George Nolfi (uno de los guionistas de la saga Bourne), las espectativas de un servidor son escasas, aunque siempre abierto a que me pueda sorprender dentro de una serie de adaptaciones de las que aún no han sabido sacar el jugo al desquiciado autor.


Para el viernes 4 se cuenta con un horario marcado por la violencia, la de Paul Andrew Williams (director de la pretendidamente descacharrante The Cottage) con Cherry Tree Lane, cuya premisa promete un thriller a la altura del ya estrenado el año pasado La Desaparición de Alice Creed, y que personalmente incluyo entre lo mejor de aquella muestra. Continúa con el peculiar homenaje de Takashi Miike a Kurosawa con sus Thirteen Assassins, el que ya estuvo presente hace un par de años con la adaptación del videojuego Yakuza, y que parece seguir el esquema "clásica al comienzo, locura para el final." Y ya para golfear, Tucker and Dale vs. The Evil, parodia de los slasher americanos con rednecks luchando contra un mal sobrenatural y Shadow, otra muestra más de los efectos que el tema esotérico nazi ha causado en una generación de realizadores.


Para el sábado 5 destacar la ausencia de películas ligeras de buena mañana, y que recuerdo con especial agrado Las Crónicas de Spiderwick de otros años. Lejos de ligerezas, la jornada comienza fuerte con terror coreano de mano del director de Dos Hermanas: I Saw the Devil puede resultar un thriller no apto para quienes estén haciendo la digestión a esas horas. Si por poco fuera, Victor Crowley vuelve en la secuela de Hatchet, uno de esos éxitos que hacen bola de nieve y que espero no decaiga en una segunda parte inflándola de más de lo mismo. El detalle bizarro de la jornada llega de la mano de Dario Argento y su tan cacareada (en su momento) Giallo, más conocida como "la película del Brody y la Pataki". En este mismo blog se puede leer una crónica de chinocudeiro al respecto su pase por Cannes. Por último, una de terror francés sanguiloniento y retorcido con Caged*, para así irnos a la cama tranquilos.


Por acabar, el domingo 6 disponemos de un auténtico tridente del mal rollo con Thirst, nueva muestra de Park Chan-wook bastante alejado ya de su trilogía de la venganza y que podéis leer sobre ella en el link anteriormente citado. Más terror y sadismo asiático con Dream Home y, por acabar, la confirmación de que Eli Roth se ha cansado de ser "el producido por" y ha querido a pasar a ser "el que produce a": The Last Exorcism, que recurre al excesivamente popular falso documental pero que, si tengo que hacer caso a las referencias, debería verla sí o sí para romperme viejos esquemas.

*Edición a 3 de marzo: La exhibición de Caged para el sábado 5 se ve sustituida por Dinocroc vs. Supergator, englobada en la programación de Trash entre amigos.

domingo, 6 de febrero de 2011

94 minutos con Boyle

Uno debe admitir que el reto de enfrentarse a la nueva película de Danny Boyle ya le suponía un pesar, en tanto se trataba de una historia de superación personal que podría adoquinar el ya tedioso camino de las historias de superación personales; que, a su vez, salía de una película bastante más acomodaticia en contraste al resto de su filmografía como se trataba de Slumdog Millonaire (y de la que no me expondré a calificar de sobrevalorada cuando ya sólo la comparación la define) y que, para colmo de todos los males, contaba con el total apoyo de una industria que llevaba intentando hacer suyos sus valores tras todo el reconocimiento salvaje que recibió en el 2009. Sin embargo, y en una de esas sorpresas que atacan directamente al prejuicio y hacen que uno se plantee la (in)utilidad de tales presunciones, 127 Horas se ha destapado como quizás el film más rabiosamente vitalista, que no almibarado; hermoso, que no esteticista; y sobre todo carente de moralinas o intenciones sermoneantes cuando todo parecía indicarlo.

Danny Boyle (1956, Manchester, UK) probablemente se trata de la figura más esquiva de los realizadores británicos surgidos de una televisión carente de ataduras. Ya desde el éxito de Trainspotting se le intentó atar en corto, aprovechar su imaginería visual (siempre justificada) en pos a producciones más taquilleras como la cuarta entrega de la saga Alien. Sin embargo, Boyle se resistió hasta el bacatazo de La Playa, un interesante desastre donde la desmedida ansia del estudio por buscar el taquillazo supremo llevó a promocionarla en base a su estrella, Leonardo DiCaprio, desconcertando a un público que no esperaba algo así en el cine, y que para más inri supuso la ruptura de Boyle con su actor fetiche Ewan McGregor. Con todo, supo recuperarse volviendo a producciones pequeñas y un absoluto control creativo tocando diversos géneros, bifurcando a sus intereses lo más popular: el terror en la angustiosa 28 Días Después, la space opera de personajes en Sunshine o el drama social británico con tintes de comedia en Millones.

Quizás por ello Slumdog Millonaire chocara en sus resultados, tratándose de una producción precaria sin mayor apoyo que el que llegaría a posteriori tras la popularidad que por su propia cuenta iba cogiendo. Que una película donde los temas a tratar fueran de una forma liviana, fácil y sin los matices que Boyle suele imprimir en todas sus películas no presiagaba nada bueno si conseguía tener éxito... Éxito que se tradujo en el aluvión oportuno de óscars y en una distribución internacional vendiendo con ello la moda Bollywood como si no hubiera existido antes.

Ante ese panorama, 127 Horas se rebela: Boyle vuelve a un cine visceral al límite, que ataca a a los sentidos con un montaje donde injertos de anuncios de refrescos te dejan bien claro en la garganta que el protagonista tiene sed o el empleo del sonido como clave para sentir lo punzante del dolor. A un nivel más interno, los recursos de los que dispone Boyle para representar los recuerdos como defensa ante una situación límite parecen ilimitados; tanto que, una historia que podría haber dado poco de sí en otras manos, se hace incluso corta ante el personaje que Boyle y un titánico James Franco perfilan. A través de lo únicamente sensitivo consiguen que el espectador profundicen en la psique de alguien en una situación extrema, que va tomando conciencia del valor de su propia vida, y que detecta que en el mayor problema de la misma reside la clave para ser liberado.

Porque 127 Horas esconde algo más que un simplista mensaje sobre el valor del vivir: más bien se plantea la búsqueda de razones por las que vivir, y sólo cuando una piedra te hunde más y más en tus intentos por salir uno puede hacer criba de todo ello. En cierto modo no se aleja tanto de sus otras muestras de personajes en situaciones difíciles, cuya búsqueda de motivos vitales también resultan igualmente tortuosas aún con resultados diferentes.

Quizás la diferencia está en que Aron Ralston ha sabido encontrar el motivo a costa de una parte de sí mismo, a todos los niveles. Ya sólo por ello merece la pena confiar en un Boyle que sigue igual de esquivo que siempre.