miércoles, 13 de marzo de 2013

10 Muestra SyFy, días 3 y 4: Herencias

Puesto que, debido a que este año se ha decidido prescindir de las clásicas sesiones de tarde del domingo en detrimento de la experiencia Phenomena tan bien traída con dos clásicos atemporales como Alien y Total Recall (que, a su vez, aparté en beneficio de actos más sociales y amigables), he decidido condensar ambas jornadas con la esperanza de así ahorrarme el dilatar más en el tiempo las crónicas del festival, y no llegar a la 11 Muestra con aún alguna colgando del tintero.

Las plegarias respecto a la vuelta de la animación japonesa a la programación de la Muestra han sido escuchadas, y el resultado es una milagrosa pieza de orfebrería necesaria para entender la madurez de un género que nunca ha parado de hacerlo. De mano del mismo realizador de Summer Wars (Mamoru Hosoda, 2009), ya vista hace tres años en la muestra y que demostró el buen estado del anime contemporáneo, Wolf Children (2012) supone un nuevo triunfo sobre la forma. Lejos de querer caer en el  argumento rancio de reivindicar la animación como un género donde expresar todo tipo de ideas y emociones (fenómeno nacido del desconocimiento, tal y como aquellos que defienden la ciencia-ficción arropándose única y exclusivamente en Blade Runner), la obra del japonés adquiere un equilibrio perfecto entre el costumbrismo y lo fantástico, entre la tradición espiritual del archipiélago y la modernidad donde resulta imprescindible intergrarse. El gran logro de Hosoda pasa por abordar una historia del todo emotiva sin caer en sentimentalismos, equiparando el sumo respeto que Joon-ho Bong demostró en Madeo (2009) hacia la figura materna sin escudarse en sensibleros derroteros por los que sería fácil pasear.  Dejando de lado la implecable y sencilla factura técnica, plagada de cantidades de escenas en segundo plano que aportan realismo al conjunto, el relato discurre con toda naturalidad ante la perspectiva de que una situación fantástica sea proclive a ser un problema integrador como podría serlo cualquier otra discapacidad, condicionante externo o estigma social; un miedo japonés tan antiguo como la quijotesca situación de los dos niños-crías ante la civilización o la vida salvaje. Otro canto de cisne asiático hacia la figura materna, al peso de las decisiones a tomar y dejar pasar, y que no condiciona al espectador a que se sienta coaccionado por las muy predicibles connotaciones sentimentales que puedan surgir del discurso. Sin duda alguna, la película de la Muestra.
 
Se abre la veda. Francis Ford Coppola está hasta los cojones y disfruta demostrándolo. O bien disfruta estando hasta los cojones y lo muestra como efecto colateral. En todo caso, Twixt (2011) seguiría siendo una inclasificable manera de apartar cualquier atisbo de su obra anterior a costa de perderse en uno mismo, de darse cuenta de que un cineasta no tiene por qué ser deudor ni de su propia obra y, al margen de los resultados, poder transitar el camino que a uno le venga en gana. Uno no puede quitarse la sensación de que el Coppola guionista quiso contar algo realmente potente y trascendente, y que en algún punto dejó de lado cualquier ínfula y se dedicó a decorar esta historia sobre el auge, desarrollo y caída del proceso creativo con elementos malsanos pocas veces eclosionados. Por ello mismo rompo una lanza a favor del film, que bastante tocado anda ya, que aúna cierto paralelismo sobre la carrera de Val Kilmer (el trauma que sufre su personaje bien podría ser la carrera de quien lo interpreta), conatos de evolución cinematográfica con las nuevas tecnologías que quedan como curiosidades rozando el ridículo, indicios de remonte lastrados por la desidia con la que lo trata y, sobre todo, la siempre agradable sensación de que un maestro suda de todo y no se corta en rodarlo.


Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012), contada de forma resumida a cualquiera que guarde cierto interés en ella, no deja de ser una película deudora e incluso parte de la filmografía de su padre David; sin embargo, Brandon se destapa más deudor de otras óperas primas como Pi (Darren Aronofsky, 1998) o, como él mismo afirmaba, la saga Tetsuo, más que los intereses sobre la Nueva Carne que bien podría haber mamado desde su infancia. Mucho más estilizada en su forma que en su contenido, el planteamiento nada sutil sobre los virucuetos de la fama adquiere una visceralidad encomiable en sus últimos compases, una vez posicionada la enfermiza figura del protagonista como portador del mal; una suerte de camello de enfermedades controladas en beneficio de una sociedad enferma por conseguirlas, cuyo provecho denota cierto masoquismo que deriva al egoísmo más absoluto. Todo corporativismo en base a -literalmente- las entrañas de sus clientes y empleados plantea una metáfora mucho mayor, un mensaje mucho más elaborado que la simple vampirización del simple planteamiento distópico, y que inaugura una prometedora carrera al margen de cualquier predisposción genética.


Me pregunto si el hecho de que Cabin in the Woods (Drew Goddard, 2011) sucediera a la película de Cronenberg fue algo a drede, en tanto comparten muchos más puntos en común que lo que a primera vista podría pensarse. A estas alturas poco queda por decir de la particular visión de Goddard-Whedon del género, de cómo se atreven a destrozar sin contemplaciones los fundamentos del slasher y de las ganas de tocar los huevos a todo el que considera que tiene la clave para salvaguardar los preceptos del terror. Lo que bien esconde esta fábula corporativista en el fondo es un alegato absoluto al egoísmo ético, donde el clásico grupo de descerebrados teens con ganas de marcha eligen su propio destino condicionados por fuerzas mayores y que, llegado a un punto, solo se ven liberados de ese yugo aquellos que aceptan las consecuencias devastadoras de alejarse de ello. Obviar e incluso vilipendiar el sacrificio es la mayor victoria de una cinta que, cuando se disipe la bruma del fenómeno, uno espera que se mantenga como pilar al que acudir cuando se quiera hablar de la honestidad y capacidad de evolución del género.


No se puede exigir formalidad en una sesión golfa. Es decir, sí se puede, pero el riesgo de parecer imbécil (o demostrarlo) es bastante elevado. La propuesta de Dead Sushi (Noboru Iguchi, 2012) prácticamente exige ser un gamberro en la sala y un desalmado en el humor, poco tolerante a quien se acerca a una sala a exigir silencio y formalidades a viva voz. Absoluta deudora del anime más loco y bebedora a su vez de la verborrea Z más propia de la Troma, la tercera película japonesa de la Muestra propone aparcar cualquier tipo de prejuicio y análisis, denotando una falta de complejos y capacidad de llevar lo soez con unas tragaderas considerables. Debo destacar por necesidad su banda sonora, absolutamente patética y perfecta; lo momentos de introspección y moraleja entre salvajada y salvajada, dignos de las mejores obras de la serie Z; y, por último, que lleve al límite el tema culinario: por una parte toda la documentación -verídica- sobre la elaboración y correcta degustación de un buen menú de sushi, y por la otra los típicos chascarrillos culinarios sobre qué alimentos merecen la pena y los que no. Es algo universal y rancio, el enjuiciar sistemáticamente según nos guste lo que comemos. Porque a mí sí me gusta el nigiri de tortilla y quiero que conste.


Si con Grabbers el asunto denotaba una cierta desidia con el tema fantástico-comedia británica, Cockneys vs. Zombies (Matthias Hoene, 2012) parece buscar apuntillarlo con la discordancia entre lo que promete y lo que otorga.  Quizás lo mejor que podría haberle pasado hubiera sido prescindir de referencias al decadente y particular mundo suburbial de Londres, que si bien uno no espera las incisivas formas del primer Guy Ritchie, tampoco lo hace con el festín de condescendencia y benevolencia de la que hace gala. Tan solo un par de apuntes cómicos sobre la ancianidad ante la llegada de la horda y el momento en el que las hinchadas zombies del West Ham y el Millwall se pelean (aún en su condición) suponen los únicos rayos de luz en un producto tan lastrado por sus inhibiciones como por su desaprovechamiento presupuestario. 


Hace dos ediciones cerró la Muestra, y con cierto éxito, The Last Exorcism (Daniel Stamm, 2010), de la cual se dio buena cuenta en su momento. Si en aquella achaqué la discordancia entre prestarse absolutamente al found footage para saltárselo a la torera en su último tramo y, con ello, abogué por una narración clásica en esos casos, con The Last Exorcism Part II (Ed Gass-Donnelly, 2013) recurre a esa petición mal que me pese. Cuando precisamente el realismo de la cámara en mano hubiera sido más necesario, ya que al tratarse de la superación de un trauma y su posterior reinserción el formato documental encajaría a la perfección, prefiere adherirse a lo fácil y, desgraciadamente, de la forma más aburrida. Es una lástima que una saga que comenzó en su primer tramo como una vuelta de tuerca a los exorcismos cinematográficos a través de un farsante, termine por caer en los convencionalismos más trillados y las resoluciones más manoseadas.

Por último, me propuse no hablar de la Muestra más allá de sus películas, cero análisis del evento como tal, prescindir del típico cierre comentándolo. Voy a cumplirlo.

lunes, 11 de marzo de 2013

10 Muestra SyFy, día 2: De cada casa

Mientras que en crónicas del año pasado lamentaba la ausencia de mayor varianza internacional, parece que la organización ha sido expeditiva y brinda una jornada de lo más variada, tocando todo género y metiendo un elemento inclasificable al día. No se trata tanto de la calidad de las mismas (y de las proyecciones aún demasiado oscuras) como el notar que merece la pena entrar a plena luz del día y salir a la fría noche.

En teoría, y sin muchas excepciones (al menos no recuerdo ni una), las adaptaciones del anime a la filmación de carne y hueso pasan por un proceso traumático donde o bien se mantiene una fidelidad extrema, haciéndolo parecer todo un baño de gomina y colores que solo contenta a quienes defienden los fan-made trailers por el brillo de la coraza; o bien, y al menos resulta menos bochornoso, se queda a un nivel monótono y realista para evitar cualquier estridencia. Sin embargo Rurôni Kenshin (Keishi Ohtomo, 2012) mantiene un inusitado equlibrio en base a formas más academicistas, resultado quizás de un alto presupuesto y la condición histórica tan largamente tratada y venerada en el cine japonés. Picoteando tanto del manga, anime y OVA del que parte, el gran logro sobre el que se sustenta es continuar la larga tradición de personajes inadaptados en la transición Tokugawa - Meiji de un modo más distendido de lo habitual, sin caer en la frivolización que podría resultar de un trasvase directo, incluso abriendo sin vergüenza muchas ventanas por las que otros autores de mayor reconocimiento ya se asomaron. Todo aderezado con unas fabulosas coreografías (mejor individuales que grupales), sin duda se trata de una de las sorpresas de la muestra, más por lo que implica que por su resultado.

 La comedia británica pasa por un impasse tras haber vivido una época dorada en los 90, en la cual los herederos de aquella parecen incapaces de salir de unos cuantos convencionalismos ya lastrados por el creciente cisma social presente en las islas. Cabe la posibilidad de que Grabbers (Jon Wright, 2012), en su interesante partida de base extraída de Critters (Stephen Herek, 1986), baile en su tono en el intento de evitar encasillamientos que han tirado por tierra otras propuestas cómicas-fantásticas también vistas en la muestra, y con ello no consiga cohesionar ambas. Pero si hay algo que no se le puede echar en cara al film de Wright es un loable intento de conservar cierta identidad localista irlandesa, en mostrar la real belleza de una isla conservada en el aislacionismo donde hasta el alcohol supone una defensa ante elementos exteriores. En todo caso, la siempre evocadora idea de los aislados paraísos imperfectos costeros británicos, un género por sí mismo dentro de la cinematografía de las islas.

Ya como tradición, las películas que dejan descolocado y sin posibilidad de redención deben estar presentes. La que nos ocupa, Boneboys (Duane Graves, Justin Meeks, 2012) se lleva la palma como el mayor exponente de incoherencia y sinsentido, el auténtico intento de maquillar lo insustancial con un ambiente ilógico y malsano de este año. Partiendo de forma inverosímil del fabuloso ensayo Una Modesta Proposición de Jonathan Swift, uno se pregunta dónde ha ido a parar el potencial que la mezcla de tamaña sátira con el slasher podía haber llegado a dar. Cualquier tipo de ínfula por medrar en una escena queda neutralizada en la siguiente, como si los realizadores se metieran en un jardín del que, en vez de salir como Coppola lo hace (más adelante lo explico), persisten en sus intenciones. Al igual que comenté con Stake Land el año pasado, no consigo explicarme cómo no existe algún tipo de actividad extracinematográfica que permita a los nuevos realizadores conocer sus límites para evitar ladrar más de lo que se muerde: llegado el momento, y tal como demuestra esta supuesta fábula canina, acabas con los dientes destrozados.

Con Don Coscarelli siempre he mantenido una relación amor-odio: por una parte algunos apuntes en la saga Phantasma, pero sobre todo películas más "convencionales" tales como Survival Quest (1988) o The Beastmaster (1982); por la otra, cuando se ve imbuido por su propia condescendencia freak en inserta productos como Bubba-Ho Tep (2002) en los que se conforma única y exclusivamente con el propio concepto bizarro y referencial.  Por fortuna, John Dies at the End (2012) pasa por ser la más inclasificable y veleta de toda su filmografía, material que le permite realizar algunas piruetas como director que hacía años hubieran sido impensables. Partiendo de la igualmente inclasficable novela del pseudónimo David Wong (detalle importante a la hora de afrontarla), el veterano realizador va descubriendo una suerte de realidades subyacentes en contextos juveniles, más virada a los cómics de Grant Morrison (en especial su Doom Patrol) que a la excesiva formalidad de otras distopías paranoicas, donde incluso se puede entrever algunas rendijas de la cultura occidental a la hora de asumir influencias externas. O todo de esto no existe, porque si por algo destaca es por crear un estado perenne de perplejidad más digna del punk que de cualquier planteamiento sobre la realidad misma. Epílogo: Una de mis películas favoritas se trata de Repo Man (Alex Cox, 1984). Una de mis películas más odiadas se trata de Repo Man (Alex Cox, 1984). En cada visionado pongo en juego la fortuna del film. Lejos de romper el círculo, estoy agradecido de que exista. John Dies at the End va camino de desbancarla.

viernes, 8 de marzo de 2013

10 Muestra SyFy, día 1: Con toda franqueza...

...el único contacto con el mundo de Oz del que puede presumir quien suscribe va pasando por: Primero, todas las referencias que salpican la cultura popular, sobre todo en una serie como The Simpsons; segundo: el tenue recuerdo de lo que, en mi infancia, creía que se trataba del film de 1939, cuando en realidad es un amalgama de imágenes clavadas en el subconsciente que mezcla la original con su secuela apócrifa, Return to Oz (Walter Munch, 1985). Una suerte de niebla mental que carece de cohesión, de tiempos donde el cine se trataba de algo más tranquilo, menos analítico y, sobre todo, mucho más impresionable.

Por ello, como profano de la mitología creada alrededor de la obra de L. Frank Braum, decidí no ampliar horizontes antes de abordar una película como Oz: The Great and Powerful (Sam Raimi, 2013) y no tener mucha más base que la reminiscencia infantil antes citada, que pasa por ser uno de los elementos más intrínsecamente tétricos que recuerdo. Como mundo fantástico, Oz parece extraño e impostado, deliberadamente impostado, plagado de metáforas y retórica nada alejada de fábulas a priori más oscuras; esa sensación de estar ante un fabulante que, a través de sus personajes principales, intenta alejar de la oscuridad al espectador a costa de inducir el miedo justo para no terminar alertándolo.

Toda fábula se sustenta en la farsa; por lo tanto, todo fabulante es un farsante. La charlatanería de James Franco, que se ve realmente beneficiada del increíble carisma y buen hacer del actor, contribuye a esta línea donde el relato está manejado por las maquinaciones de quien presume de poder y no lo tiene. De escasa sutileza, pero presente, el concepto de mago de barraca ante un mundo sustentado por la magia real da resultado a una interesantísima reflexión sobre el poder del relato mismo; en realidad, de todos los relatos. Lo que en un principio resultaría achacable a una desmitifación de la magia, como sucede en otras revisiones de relatos clásicos, en realidad se convierte en una exaltación del poder real y tangible del acto de narrar, apoyado en su condición del viaje iniciático de un personaje plenamente instaurado en el colectivo como ejemplo de catalizador de valores instrínsecos a la condición humana.

 Quizás por ello el mundo de Oz ha perdido parte de ese carácter siniestro que, como aclaraba antes, no tiene un fundamento más racional que el que pudo tener hace veinte años, y que colinda a la obra de Raimi con similares connotaciones. Y por ello no puedo dejar de estar agradecido que mi idea sobre el mundo de Oz sea una farsa propia, fundamentada en el recuerdo nada banal de monos voladores y un technicolor donde el verde esperanza se torna en terrorífico: un lugar donde todo lo bucólico se vuelve oscuro y donde, como siempre sucede, la farsa termina tomando la delantera a la magia. Para suerte de todos.